Abracadabra (tercera parte)




Como ya he dicho me encantaban las Ouijas. Es algo con lo que crecí, un extraño y emocionante pasatiempo parecido a un parchís alucinogeno que tenía la increíble virtud de reunir a toda la familia en un circulo. Si, todos se reunían alrededor de aquel misterioso cuadrado que incluso los pequeños aprendimos a dibujar en el suelo a fuerza de observar a escondidas.
Evidentemente para mi aquello ademas era una gran fuente inagotable de risas, porque podía observar los mas extraños comportamientos a mi alrededor. 
Una tarde llegaron al castillo del abuelo las amigas de mi hermana, a reunirse una vez mas para invocar a los difuntos (no les importaba mucho de quienes fueran). Para esto habían escogido una antigua lapida medieval de un niño, que descansaba en el jardín junto a las boyas de barco y los aloes. Se sentaron junto al pedrusco en un circulo y yo no tarde ni cinco minutos en llegar al tejado, vaciando un bote de mercromina en dirección al concentrado grupo, allí abajo, ya sumido completamente en el juego, los dedos sobre el vaso...

—¡SATANAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAS!

Desde el tejado y probablemente en unos cuantos kilómetros a la redonda se escucharon los alaridos, el grupo se disemino rápidamente e incluso alguna se subió a un arbol (claro allí el demonio no te pilla que esta alto).
Otra amenazaba con tirarse desde el balcón y gritaba ¡QUE ME TIRO!

Claro que no pude resistir la tentación de bajar a disfrutar del caos creado en primera persona:
—¿que ha sucedido? —pregunte con la ingenuidad mas falsa que jamas se ha visto
Me lleve la torta mas increíble de mi vida. En mi verdadera inocencia no me había dado cuenta de que tenía la cara llena de pequeñas gotitas. La marca de aquella mano duro al menos un día entero y desde entonces creo que no se volvió a jugar a la Ouija en el castillo del abuelo, creo...


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