Abracadabra (primera parte)




Me encantaban las Ouijas, las casas encantadas, las cartas antiguas y cualquier cosa que oliese a espíritu. Soñaba en los rincones ocultos del edificio donde vivía. Construido en 1927, poseía incluso una capilla propia, y a la entrada tras su inmenso porton doble de madera daba al antiguo camino de adoquines, al limonero donde habían un montón de gatos y a una cochera (ahora se llama garaje, que nadie se confunda). La portera del edificio se llamaba Inmaculada y vivía en una minúscula habitación con una tele de esas que se encendían girando una palanqueta. Allí criaba a sus hijos, entre los gatos, la tabla de planchar, unas telas que parecían caer del techo y servían para tapar una ventana rota. Con sus hermosos e inmensos ojos azules y su pelo larguísimo cayendo mas allá de la cintura, con un niño sentado en las caderas y todos nosotros revoloteando entre el maremágnum de juguetes de madera diseminados aquí y allí. Se que ahora es un edifico céntrico, con oficinistas serios en el que ya no hay gatos  ni niños y el portero tiene muy limpia la portería y se mantiene en una postura impertérrita a la altura de la situación, los brazos cruzados, la camisa limpia, cierren bien la puerta, frieguen la escalera. Quien diría que cuando eramos pequeños escalábamos a los tejados, patinábamos en el garaje, intentábamos mil formas de llegar a la capilla y visitábamos a Inmaculada con cualquier pretexto. la escalera se limpiaba una vez cada quince días o quizá nunca se limpiaba, la asepsia no era algo tan importante y uno podía convivir con sus vecinos y los niños y niñas podían jugar e incluso tirarse piedras entre ellos. En mi casa habían varios espíritus. Estaba el ama de llaves y  el cura, habitando el larguísimo pasillo oscuro, reverberando sus pasos hacía los techos altos, a veces se juntaban con los espíritus de otros pisos y hacían su particular akelarre en el deslunado (me encanta esa palabra). Algunas noches se oía a alguien llamando a su madre en el piso de arriba, arriba, arriba, porque el edificio se extendía hacía el cielo en su orgulloso desmorone. otras no querías salir a hacer pis porque al final del pasillo había luces extrañas.
La casa era oscura, por mas que hubiesen bombillas los techos estaban demasiado altos y la luz llegaba temblorosa hasta las baldosas también oscuras.
El edificio tenía una escalera izquierda, de mármol y barandilla y también una escalera derecha con un ascensor de barco, con su reja y todo. Subir en este ascensor, que colgaba de una cuerda con pelitos amenazadores, hacía miles de chirridos y efectivamente a veces (de tanto jugar a darle al botoncito) se paraba en un silencio mortal, era algo fantástico, excepto cuando la luz de la  bombillita se apagaba también y con ella la de la campanita amarilla, y con ella a veces la de todo el edifico ). 






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