La casa del árbol (tercera parte)





Como ya he dicho, nuestro mejor amigo era un psicópata regordete de diez años, que de vez en cuando nos llevaba a situaciones como la que voy a describir.
Caminábamos tranquilamente por la falda de la montaña, absortos en las piedrecitas y los pájaros, del bolsillo de atrás de mi hermano sobresalía una honda que habíamos fabricado con el sobrante de cuero de una tienda de artesanía, que cada fin de semana dejaba varias bolsas repletas a la hora de cerrar. De pronto José Luis se agachó e intento pegarle fuego a un matorral seco al borde de una acequia. Le dimos un empujón y le quitamos el mechero, en el forcejeo el muy cabrón no paraba de reír, reía como un maníaco.
Seguimos caminando, sin imaginar que escondido en algún sitio guardaba otro mechero y que esperaba el momento oportuno para volverse a agachar con idéntica y pirómana intención. Esta vez casi lo consigue, de no ser porque me abalancé sobre el matorral con las dos botellas de agua que llevaba y conseguí extinguirlo rápidamente.  Su risa enloquecida se había quintuplicado y no cesaba, aunque finalmente una mano impactando contra sus mofletes a gran velocidad logró el objetivo deseado.


En mitad del camino que ascendía y se bifurcaba hasta la casa del árbol, alguien había colocado un cajón cuadrado sobre el que revoloteaba una nube de abejas.

—¡Vaya faena! — dije— por ahí no podemos subir, si lo intentamos nos van a picar...

—podemos subir por otro camino — apuntó lógicamente mi hermano.

—Yo opino que deberíamos expulsarlas de ahí, he oído que con humo las abejas se van corriendo — dijo José Luis.

—pues yo en casa tengo algunas bengalas, podríamos tirárselas e intentar pasar rápidamente — dije con seguridad.


Se llegó al terrible consenso de que esa era la mejor forma de expulsar a las abejas del camino.


Continuará








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