Momentos de un quince de mayo





Sabiamos estaba prohibido. Que a partir de las doce de la noche debíamos abandonar la plaza. Cabía la posibilidad de ser apaleados, arrastrados y detenidos. Algunos de nuestros compañeros ya no estaban, por Ejemplo Jesús, al cual secuestraron y metieron en un avión, abandonándolo en algún lugar del sur de América. Allí estábamos pese al miedo, a las amenazas, nadie se movía y las campanas sonaban una detrás de otra, campanas de incertidumbre que sonaban a la noche más oscura. Todos mirábamos a ese balcón maldito, desde donde nos acusaban de plantar marihuana en la plaza, desde donde se asomaban consternados los patriarcas en su otoño. Como decía, nadie se movió y de pronto se alzó un rumor eufórico de fuerza renovada, parecía que la guardia pretoriana de Nerón había decidido de forma increíble no seguir lanzando gasolina a aquel incendio, que prendía en todas las ciudades, en todas las calles, en todas las fuentes estancadas del imperio. Alguien gritaba que en diferentes lugares, nuestra resistencia sonaba como un eco y se reproducía. Hoy escribiendo esto siento un nudo en el estómago, como si al viajar con mi recuerdo a aquel momento reviviera aquella tensión seguramente compartida. Nos lanzamos con tambores y guitarras, libretas y todas las consignas aprendidas de nuestros abuelos a callejear hasta la extenuación. Nadie admitía un relevo, nadie consideraba el cansancio una posibilidad, ni la afonía ni al tiempo un enemigo, eso formaba parte de nuestra locura hija de tantos años viendo cómo cerraban locales culturales y perseguían con saña a los artistas. A mí me llegaron a decir que no podía llevar por la calle una guitarra. El caso es que pese a todo seguíamos andando, sin saber muy bien adónde y lanzando semillas de Fukuoka ¿Alguien se acuerda? En cualquier lugar donde pudiera germinar nuestra revolución improvisada.

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