La casa del árbol (octava parte)

A veces, al atardecer, buscaba mi lugar favorito en aquella montaña. Me sentaba en el medio de unas rocas donde el viento y la eternidad habían tallado surcos. Pensaba:

—el viento ha acariciado este lugar durante millones de años, hasta hendir la roca. 

El silencio me invadía allí sentado, todo se marchaba, todo era pasajero, era la eternidad y veía con claridad lo absurdo de todos los imperios, de todo el dolor por construir algo que caería pronto, el absurdo de las bombas y de la ambición. 

Atardecía sobre el pueblo. Sobre el colegio atardecía, sobre el asilo y sobre el cementerio, sobre los vivos y sobre los muertos. Sobre la panadería y la casa de Jose Luis. Sobre la casa de mis bisabuelos, los naranjos y los almendros, la noche llegaba. No la noche de ayer ni una noche esperada o rápida que vive en la espera intermitente que el sueño de un mañana destroza. Esa noche era la de un niño despierto y solo. La separación ilusoria del mundo del infinito desaparecía, y si aquellos millones de años de las rocas habían conseguido fundirme con el viento, ahora era el espacio y sentía claramente que viajaba en una nave inmensa.


Comentarios

Entradas populares